Emily
[Dickinson] desafía al mundo racional con su reclusión, con el enigma,
rompiendo la ley de la comunicación, indiferente a la cronología mundana,
defendiendo, con la clausura, la belleza del mundo interior. A más encierro más
contacto con el infinito.
(Angélica Liddell)
En estos tiempos en los que vemos
más los ojos de los peces muertos en los supermercados que a nuestros seres
queridos, que sabemos qué día es por la fecha de caducidad de los yogures, vivimos
en una extrañeza de pecera. Nosotros que habitamos un continente enfermo de
ceguera donde los muertos son siempre los otros. ¿Qué pasa ahora cuando nos
golpea la muerte y los cadáveres son como aceitunas que caen del olivo solas
unas al lado de otras? Unas manos de niño las recoge y las cuentan ajeno a sus
historias y se convierten en barras amarillas en el Telediario. Quizá tendrían
viajes programados al mar. Acaso no nos sentimos un poco culpables.
Somos los supervivientes en los
balcones. Otros miran por las ventanas y ven más ventanas. Puede que sea el
infinito en un espejo de cuarenta metros cuadrados. Algunos, solos en sus
casas, únicamente hablan con la cajera automática cansada de respirar el mismo
aire y de no verse las manos. En los hospitales creados para la ocasión se
juega al bingo y se canta cumpleaños feliz. Las enfermeras parece que fueran a
viajar al espacio o, tal vez, ya estemos en otro planeta.
Limpiamos a los animales
desmembrados antes de meterlos en nuestra nevera. La muerte es más muerte
porque nos faltan los abrazos que también son muerte. Nos amamos a través de
una pantalla, sin embargo, podemos agarrar una lata de guisantes. No somos
invencibles. Nos creíamos invencibles. Y ahora nos refugiamos en nuestras
cabañas que ni siquiera tienen un fuego al que rodear y contar historias
remotas. Occidente nos robó nuestros mitos y abrió enormes centros comerciales.
A cambio de los ritos, tenemos pasillos repletos cereales que nos roban el
campo. Ahora que no podemos andar descalzos por la tierra y plasmar nuestra
huella, ¿con qué nos quedamos? ¿Con las tiendas de zapatos o con el mar?
Mientras los seres “humanos” vivíamos
dentro, los pájaros cantaban distinto, los delfines volvían a las playas.
Quizás no seamos tan necesarios. Quizás ya éramos una pandemia que no dejaba
ver el horizonte. Quizás somos unos asesinos y las víctimas han dicho ya basta.
La hierba devora los bancos de los parques mientras queremos correr hacia
ninguna parte. ¿Cuál es nuestro destino si nos olvidamos de los pájaros?
Yo tengo miedo. Miedo de que esto
no nos quite el cuchillo de las manos ensangrentadas. Nos creíamos invencibles.
Los muertos siempre eran los otros. Pero Occidente, con sus garras de oro, ha
sido condenada al confinamiento. Nos han metido en la cárcel por los crímenes
cometidos, por omisión de socorro al cielo. Miraos vuestras manos. Quitaos los
guantes. Pensad en los peces muertos en las playas. ¿Dónde se esconden de la
pandemia? El planeta enfermo nos ha escupido a nuestras jaulas. No nos ha dejado
llorar a los fallecidos como cuando ellos boqueaban solos en la arena.
Esta aventura macabra marcará
nuestro futuro, la historia de los asesinos asesinados.
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